Me gusta la niebla. Densa, blanca, fría, efímera. Sume a la ciudad en un misterio típico de película de Hitchcock. La envuelve como si de un suave velo de millones de cristales se tratase; se cuela serpenteando por los valles, silenciosa y cansada, hasta llegar a la ría.
En el autobús todos somos un poco locos. Desde la escritora frustrada que saca libreta y boli para ponerse a escribir naderías sobre la niebla, hasta el hombre desaliñado (sin sal, ni aceite, ni vinagre, ni ná) de la última fila que suelta una carcajada sin motivo aparente. El hombre se baja a los poco minutos y todo parece tener sentido. Tenía los auriculares puestos.
En el autobús todos somos un poco locos. Desde la escritora frustrada que saca libreta y boli para ponerse a escribir naderías sobre la niebla, hasta el hombre desaliñado (sin sal, ni aceite, ni vinagre, ni ná) de la última fila que suelta una carcajada sin motivo aparente. El hombre se baja a los poco minutos y todo parece tener sentido. Tenía los auriculares puestos.
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a ver, princesa, dime...