Homo escatologicus

Desde siempre me ha fascinado esta predilección que tiene el ser humano en general por los excrementos de sus congéneres. Por muy remilgones que nos pongamos, nos gusta: encender la cerilla después de hacer la visita al señor Roca (y decirlo: ¡uf!, no entréis en un par de horas, ¿eh?), hacer bromas jocosas sobre un compañero cuando éste se dirige al trono (¡llévate el oust (el flis-flis para algunos)!) o sacudir las sábenas después de cada flatulencia que presumimos será olorosa (por supuesto, el objetivo está en que nuestra pareja o nosotros mismos, ¡qué caray!, aprecie cada matiz fétido que haya salido de nuestras entrañas).

Y qué me decís de los chistes. ¡Oh! Ese humor inteligente basado en agudísimos chascarrillos de esfínteres (traseros, delanteros, ¿laterales?) y fluídos corporales... inmejorable.

Pero cuando realmente el hombre llega a su morbidez máxima es cuando muestra ese interés desmedido por las heces producto de una patología o enfermedad, esto es, aquellas que derivan de procesos de estreñimiento o descomposición (que hermosa metáfora, por cierto). ¡Claro que sí, amigos! Nos encanta, cuando más repulsivo, mejor; cuántos más días sin plantar, mejor; si te dejas las pareces del inodoro irreconoibles, genial; si después de siete días sin ir, no sabes si tirar de la cisterna y bautizarlo, óptimo.

La Frikipedia es un magnífico ejemplo de lo que os hablo: la humanidad ha perdido el tiempo en describir y catalogar los distintos tipos de deposiciones (otra bellísima palabra) según su vicosidad, tamaño o color, así como en estudiar las propiedades físicas de los diferentes tipos de ventosidades (que también nos encanta, claro).

Anoche fue lo útimo: estuvieron comentando los problemas de evacuación que surgen en el espacio donde la gravedad cero puede llegar a jugar malas pasadas. 

¡Bienvenidos a la tierra, alienígenas! Si os montáis en nuestra nave, expulsaremos un airito y cerraremos la ventanilla, hasta que os ahoguéis, mua.ha.ha.