A la salida del banco.

Pareja a caballo. Wassily Kandinsky. 1906

Observaba cada centímetro de su piel con detenimiento. Cada imperfección, cada mancha, cada lunar, cada ausencia de lunar. Acariciaba su cara dulcemente con la yema de los dedos. Las arrugas de la frente, las cejas, los párpados, las sienes, la mandíbula, los labios, la nariz y vuelta a las arrugas de la frente. Quería que todo permaneciese inalterado, que el paso de sus manos por aquella cara no fuese patente. Atusaba su pelo con un movimiento monótono. Una vez y otra y otra. Acabó por aferrar sus manos a su cuello. Con firmeza. A su alrededor, los coches, los camiones, las bicis, los carritos de las viejas, todo parecía circular muy a prisa.

Me topé con ellos delante de mi coche y no quise manchar el momento, así que esperé pacientemente en la esquina de la calle contemplándolos como si se tratase de un cuadro, de la escena de una película o por lo menos de algo bello, arte. Tenían unos setenta años y se querían como quinceañeros.