La casa está hecha un asco.
Los platos, con restos de comida incrustados que dibujan formas que algún entendido podría tomar por arte contemporáneo, se apilan pesadamente en el fregadero metálico, chirriante. Pienso, divertida, que solo faltan las moscas revoloteando en busca de sobras frescas que aprovechar; lástima que aquí las moscas no sean más que cojoneras. La encimera plástica está salpicada de huellas de vasos y platos: tomate, café, harina de cuando hicimos gnocchi, nata montada de cuando hicimos tiramisú. La nevera, como la de Carpanta, vacía y así me lo recuerda Víctor: "sabes que no tenemos nada que comer, ¿verdad?". Lo sé. En la estancia contigua, el salón, las pelusas han montado un pequeño fortín detrás de la tele y estamos pensando en empezar a cobrarles parte del alquiler; de hecho, ya las vimos al borde de la bañera, dispuestas a darse un baño de sales. En el pasillo, las bolsas de basura espera a que los duendes basureros vengan a buscarlas. Yo solo espero que los duendes sepan qué bolsa va en cada contenedor. Mi habitación... no veo el suelo de mi habitación, legajos, ropa y un sinfín de cachivaches esparcidos por doquier. El baño es de lo poco que se salva. Menos mal, porque hay días que me siento más sucia después de pasar por él que al entrar.
Reflexiono y concluyo que la casa ha empezado a sentir empatía por mí y el caos que me rodea no es más que el reflejo del que reina en mi quijotera.
Yo luché contra la invasión de mis pelusas este finde, todo un sábado he tardado en evacuarlas, juro que no dejaré que vuelvan a hacerse grandes para la reconquista (como siempre)
ResponderEliminarSaludines,
YoMisma